Densidad transitable
PRESENTACIÓN DE ANATÉMNEIN de INÉS RAMÓN
Casa del Lector
22 de enero 2016 (Tigres de
papel)
Conocí
a Inés Ramón en Cuenca, en un encuentro poético llamado Poesía para Náufragos
que convocan con voluntad y esfuerzo, pero sin plata, los poetas del Júcar. Fue
un encuentro cariñoso y fugaz, al terminar mi lectura. Yo no pude estar en la
suya, celebrada el día anterior. Pero recordaba su nombre de poeta, la poeta
del reconocido olifante Hallarse en la
caída, su libro anterior. Hoy,
apenas dos meses después, la presentación de
Anatémnein nos une gracias a la edición de Tigres de Papel, esta joven editorial madrileña que tiene el raro
vicio de publicar autores que tienen algo que decir, autores de sólida
personalidad.
Porque éste es el caso de
Inés, pocas veces he visto a alguien escribir desde una intención tan
consolidada, desde un mirador vital tan hecho a su modo, desde una tensión
lingüística tan bien trabada. Alguien muy cercano a mí ha dicho que en el
territorio de la poesía lo significativo no es la nieve ni el camino, sino el
trazado del camino en la nieve. En el bien entendido que es precisa la nieve,
que es preciso caminar en ella, pero que lo que nos define en el andar poético,
lo que nos singulariza es el modo en que andamos el camino en la nieve. Porque
ese es el punto exacto de la bifurcación en el que el lenguaje deviene en poesía abandonando el sendero de la
literatura. Inés Ramón es paradigma. Ni una sola de sus palabras es requerida
para la banalidad. Ni una sola de sus palabras deja de multiplicar sus
significados. Las huellas con que marca el sendero revientan sus intenciones. Y
están encadenadas las unas con las otras de tal manera que los huecos que entre
ellas se establecen dicen tanto o más que ellas. Donde hubo una flor/ aún palpita/ su forma. (dice).
Anatémnein, su nuevo libro, que ella ha querido titular en griego,
incluso en la grafía, no niega, sino que refuerza, la visión que de la poesía
tiene Inés Ramón. Viene a dar un nuevo aldabonazo en ese compromiso con el
decir enjuto, serio, horro de adjetivaciones, henchido de embarazos que tiene
nuestra autora. Esta argentino-aragonesa de decir rotundo, limpio, sabe que la
poesía se hace con palabras, con pisadas, con huellas, pero que la poesía no se
haya en las palabras, en las pisadas, en las huellas. La casa de la poesía se
hace con esas herramientas, con esos ladrillos, pero la poesía no está en ellos,
sino en las relaciones, en las distancias que entre ellos dejamos. Son los
espacios vacíos, los silencios, quienes forman las habitaciones, son las pausas,
las alturas, las que dotan al edificio de ventanas, de armonía y dimensiones.
De sentido. Con las palabras es posible
levantar la casa, pero es con los signos con los que se acota el aire, con los
que se da forma al camino. El que nos conduce al borde del abismo donde la vida
guarda las sensaciones. Y habitarlo (el abismo, digo). Es allí donde nuestra
autora atiende, apoyada en sencillos barandales, donde escucha cuanto el
silencio grita, donde espera la belleza de la nada. Es allí donde Inés escribe.
Allí la poesía.
Se
ha dicho de ella, de su obra, que respira silencio, el alma del silencio. Y yo,
después de la lectura de Anatémnein y de su anterior Hallarse en la caída, puedo estar de acuerdo con ello. No es una
poesía discursiva, no es una poesía de lo explícito, no se detiene en la
anécdota ni surge de la circunstancia, no aquilata abstracciones, no busca
prolongaciones reflexivas ni tiende a la lección moral (a pesar de su aroma
metafísico). Su poesía se aloja en los tuétanos de lo humano, en el lugar donde
el alma se hace puño Allí se hace esencialidad, concepto. Allí nace, allí
respira. Digo respira porque está alimentada con enormes rendijas. Rendijas que
provocan a quien lee a adentrarse por ellas. Pero por esas grietas (palabra muy
querida por Inés) transita un aire duro, una decisión poderosa. La densidad
permeable. Es una poesía que mira la vida con asombro táctil, deseosa de
conocerse, pero también con los ojos de la desolación. Porque tal es el asunto
esencial, digámoslo pronto: el objeto aguzado de la poesía de Inés Ramón es
anotar cuanto el acto cotidiano del vivir, al que estamos obligados y abocados,
tiene de pérdida, de erosión, de angustia, de negación. Por eso está tan
ajustado el fondo, el carácter y los modos de su poesía. Tan ajustada la nieve,
el camino y su forma. Tan ajustada su búsqueda del yo entre las acechanzas. De
ahí nace su intrínseca belleza. Sobre esa búsqueda de lo que falta, Manuel Martínez Forega, sabio entre los críticos aragoneses, le ha escrito
de su decir. Nos conocemos sin
reconocernos tantas veces en los poemas que advierto la medida casi exacta del
tiempo en tus palabras rasgadas y compuestas, reconstruidas, empujadas a su
destino, inducidas, por no se sabe qué, a dar contigo.
Lo
apuntado anteriormente puede hacernos sospechar de un fondo de tristeza, de
desconsuelo, de lamento en el decir de Inés. Alguien al leerla ha mencionado la
palabra melancolía. La vida es en esencia un camino hacia la
desaparición. La poesía bebe de esa plena conciencia y de anotarlo, aunque
jamás se excluye la alegría, ni la esperanza del hallazgo, ni la voluntad de
ser, ni el gozo de la permanencia, pero sin olvido. Y ahí está nuestra poeta,
asomada a la ficisidad de ese paisaje, a una hondura que no es posible
vislumbrar, entender, que jamás comprenderemos. Asomada tozudamente. De ahí la
gran potencia, estética y vital, que este libro acumula. Dicen que todo buen
poema, y estos lo son, debe estar al borde de no entenderse, como la vida. Debe
permitirnos atisbar caminos, sendas, atajos, pero nunca declarar su rumbo
cierto, como la vida.
Poemas cortos, anotaciones,
golpes certeros, notas al pie de página del existir. El poemario aparece
dividido en mitades. La segunda se ofrece agrupada bajo el título El esqueleto cóncavo, algunos de los
poemas fueron dados a conocer en 2012, y atiende al cuerpo como lugar receptivo
del dolor, del contratiempo, del deseo en huida, que la poeta convierte en
aullido, en alegato contra la insensibilidad. Cuerpo como ruina en busca de
nuestra implicación, como carne que fue, como solar que aguarda. La primera parte, bajo el mismo título del
poemario Disección, Anatémnein
en griego, recoge, a su decir, otra
etapa de la poeta argentina de Alcañiz; y es de agradecer que el primer poema
sea muestra de su decisión poética, de su mirada sobre las cosas. Gira el cuchillo/ irrumpe/ en el deseo/ de traspasar la
cicatriz/ de atravesar la luz/ de estallar la sucesión/ inútil/ la avidez
inmensa de la noche.
Y luego la voz como aguda aguja, resuelta a sajar, a ser incisión
en el centro mismo en donde la naturaleza, las cosas, los otros, nuestro cuerpo
y el temor, esconden su secreto oscuro. Bien sabemos que nunca nos será revelado
tal secreto, bien lo sabe Inés, pero ¿qué otra cosa puede hacer el poeta? Hablo
del poeta verdadero. El que a veces debe contar sucesos, circunstancias,
experiencias, pero siempre desde la consciencia de que ese camino solamente es
aceptable si nos sirve para ahondar cirujanamente en la avidez inmensa de la noche, como Inés
nos ha dicho. Esa avidez, esa noche, que sólo la luz puede perfilar. Y a ello
dedica los 29 poemas siguientes. El símbolo de la piedra recorre el discurso. La
piedra como residencia, como centro dado, como arca, como laceración, como
sabiduría paciente, como el espacio en donde poder reconocernos -tal vez
permanecer-, como interlocutor del aire, como raíz del vuelo. Piedras que saben
de los desasosiegos, piedras que esconden ayer y futuro. Pero piedras expuestas
a la herida, a la sospecha, al roce, al choque, a la posibilidad de la
grieta. Porque ¿que otra cosa es el
hombre cuando toma posesión de sí mismo sino surco, temblor, tersura, sangre,
lumbre sobre las piedras? Lo digo con sus palabras ¿De qué otra cosa puede
escribir la verdadera poeta sino de lo interior, de la realidad?
Aquí, alertado por su
lenguaje, es el tiempo de citar lo dicho por Ives Bonnefoy en la FIL de Guadalajara de año pasado y a las que
sin remedio, he acudido mientras leía Anatémnein. Dijo: “En una conversación
cotidiana, las palabras sirven para que nos entendamos, pero
desaparecen. En cambio, en la poesía esas mismas palabras reaparecen en su
verdadera realidad y son nombres propios que señalan o designan las cosas como
son para mostrarnos la realidad”.
También es el momento de dedicar un
aparte al prólogo de Ángel Guinda.
Tan escueto, tan claro, tan directo, que su lectura condena a lo innecesario
estas palabras previas mías. Habla del asombro, del tuétano sustentado, del
escalofrío y el relámpago, pero yo prefiero subrayar ese apunte que habla de la destrucción de la temporalidad.
Anotación que me parece de una enorme finura. Porque su poesía no atiende a lo
que sucede sino a lo que es, no al accidente sino a la esencia, porque su
poesía es vientre universal hecho lenguaje. Y
alguien creerá que las horas han pasado/ el día/ la noche/ la luz que
fue un mañana tapiado en el hastío.
Por todo lo
dicho, y para concluir, es conveniente subrayar que este libro viene a reforzar
la extendida idea de que la poesía es una de las escasas justificaciones para
la existencia del hombre sobre la tierra, de vida racional sobre los páramos.
Fue una suerte para mí encontrarme con la persona de Inés Ramón en Cuenca, y un hallazgo a conservar. Como haber
conocido y degustado sus libros. Solamente me queda agradecerle la gentileza de
poder hacer públicas estas breves palabras sobre un libro esencial, tormenta y
transitable a un tiempo, tan rotundo en su mirar como delicado en su escribir.
Y queda felicitar a unos editores coherentes en su hacer amarillo, y a los que
deseo éxitos como éste, los mayores éxitos.
F.Caro